Apenas empieza el año 2023 y ya hoy me golpea la noticia, llegada desde mi pueblo natal en Pinar del Río, de la muerte de un buen amigo, el dibujante, escultor, artesano y diseñador escénico Humberto Guerra.

Hay mucho que pudiera decir sobre el extraño dolor que se siente al perder a un amigo, y sobre el artista a quien no le desvelaban la trascendencia o la riqueza. Y mucho se puede decir sobre Humberto Guerra el hombre, un amante hedonista enamorado de la belleza del cuerpo y de las almas libres, un vitalista radical, bohemio ilustrado, maestro heterodoxo, con una ética de la amistad incorruptible. Un hombre, en fin, que era como una lámpara incandescente en medio de la noche provinciana, cuya casa era un oasis de humor, belleza y cultura en medio de un pueblo mojigato y aburrido que quiso, y nunca pudo, llegar a ser ciudad.
Se puede decir todo lo anterior, y también que era un enigma, y que quizás muy pocos pudieron conocer a fondo sus secretos, sus satisfacciones, sus dudas, sus arrepentimientos y sus angustias más profundas. En fin, un hombre que era de todo menos ordinario.
Escribiré un réquiem a su memoria, a sus múltiples virtudes y a sus no menos numerosos pecados. Su muerte me ha llenado de tristeza, y quiero, porque se lo merece, honrar su memoria, y que no lo sepulte el olvido como ya lo mataron la enfermedad, pero sobre todo, la soledad y la desilusión, al ver cómo se marchaban a otras latitudes, uno tras otro, todos sus amigos, mientras su país se hundía más y más en el cieno moral y espiritual.

Por ahora, quiero rendirle homenaje compartiendo uno de los dos textos que escribí sobre sus dibujos «sacros» y homoeróticos. Este que aquí les regalo fue el segundo, y es de hace quizás unos quince años, incluso veinte (solo puedo asegurar que el primero, que aún no encuentro, es de 2002), esto es, de la época en que me atreví a hacer mis primeras «críticas de arte».
Con más ganas de escribir que conocimientos y experiencia, hacía ejercicios de descripción y de especulación literaria antes que de análisis estético. A Humberto le divertían, pues era condescendiente conmigo, como con todos sus amigos, y además le fascinaba que me tomara las cosas tan en serio. Siempre le agradeceré la confianza y la oportunidad. Lástima que no tenga a mano otras imágenes que no sean las de un pequeño volante que conservo, a las que sumo varias otras que he ido encontrando por ahí.

Descansa en paz querido amigo, consejero, artista. Conversaremos y reiremos de nuevo un día en esa otra región.
EL SIGNO DE LA SALAMANDRA
La serie más reciente realizada por Humberto Guerra zanja el camino emprendido en su muestra anterior, abocada a una interpretación particular, en clave homérica y con delicado empaque lírico, del imaginario consignado al culto de las divinidades mestizas en el panteón afrocubano. Sin embargo esto es solo verificable en sus atributos formales, pues aquí se aparta de su propia cruzada pro reivindicación estética de los «dioses (otrora) en el exilio” –usando la expresión de Heine–, para regodearse en la apoteosis del amor y el goce homoeróticos. Ambos motivos se avienen con el mismo talante sensualista, del tipo que gusta deleitarse en la prolijidad de la delineación y el sombreado, llevado por el ímpetu decorativo de aliento Art Nouveau, con su patrón curvilíneo de espiras y formas vegetales.

El ars amatoria de Humberto Guerra despliega un sibaritismo que en su exceso resulta conmovedor. La figura humana de diseño rotundo, asexuada y anónima que nos recuerda a sus primeras esculturas, aparece de nuevo aquí, ahora sumergida con total destemplanza en una filigrana de líneas que se rozan o embisten al bies, formando bosquecillos blanquinegros, emulsiones de fluidos, vapores y salpicaduras, oquedades y espigas que se penetran, en una evidente analogía del apareamiento, alineando el engranaje de sentidos que van y vienen del juego al placer, para bordear el misterio. En torno suyo, abundan los simbolismos referidos a la noción secular del sexo entre hombres y entre mujeres, que se articulan, en un espacio sin tiempo, con otros cosechados y “ungidos” por el propio artista: naipes, peces, moluscos, la salamandra y la tortuga.

La salamandra es un emblema recurrente, y parece reivindicar en estos dibujos las cualidades que también le eran atribuidas en el fabulario mítico de varias épocas y culturas, donde encarnó la exaltación amorosa y el espíritu elemental del fuego. También pudiera evocar cierta versión del tarot donde se transfigura en la cabeza roja del «Diablo, o quizás la Historia Natural de Plinio, según la cual el pequeño anfibio podía vivir en el interior de una hoguera, incluso sofocarla, porque su sangre es demasiado fría como para ser consumida por las llamas.
Pero una vez más es en la épica de Homero donde encuentro ese símil que pudiera hoy traducir, como pocos, el enfoque del dibujante: al describirnos la manera en la que el bello Odiseo se embosca desnudo bajo un manto de hojas, lo compara con un leño ardiente enterrado bajo las cenizas acechando el próximo día, y le denomina “semilla de fuego”. La expresión utilizada por el poeta se haría habitual en la filosofía griega, y entre otros también la usaron Anaxágoras y, claro está, Epicuro: sperma.

Acaso el artista, como Odiseo, se tiende también entre las hojas, entre salamandras, buscando su arquetipo poético, un sucedáneo actual del atlético Hermes clásico, aquel monstrum hermaphroditus, el rebis (lo que es dos), deidad de doble naturaleza masculina y femenina, quien era considerado en las más primitivas genealogías como el logos spermatikos, «el que fecunda el universo con la palabra».

En efecto estas imágenes invitan a zambullirse en aquellas aguas discursivas y continuar el itinerario especulativo por el sinuoso camino de los vocablos, en el afán de inventarme otros referentes poéticos a los que bien pudo recurrir el artista. Quizás todo ello se deba a que estos dibujos destilan una versión más noble, pero también una aprehensión más primordial de lo erótico y de lo humano, que solo encontramos al volver sobre los grandes arcanos del arte y la filosofía de la antigüedad. Invocan los tiempos presocráticos, cuando llegaron a vincularse indisolublemente nociones como la juventud, el sexo, la naturaleza, el origen y la vida con lo húmedo (principio que también incorporan aquí en calidad de símbolos la tortuga y el caracol); esto es, con el agua, el semen y la savia. No en balde también la palabra latina viridis (verde, savia, jugoso) esparce sus semas más antiguos por vir (el hombre, fuente de semen), de donde provienen nuestras «viril» y «virtud», y por virga (brote verde), donde se originan a su vez «verga» y «virgen» (virgo).

En efecto, todo es fusión y humedad, erección, exudaciones y estremecimientos en los dibujos de Humberto Guerra: abrazos tentaculares, libaciones y palpaciones espasmódicas, caricias que terminan en bucles eyaculatorios. Y todo en este universo íntimo, sin embargo, es visto en un estado de absoluta virginidad. La intensidad carnal de estos encuentros queda inmersa en un entorno donde se afirma una apacible naturalidad, emulando la despreocupada proliferación de los árboles, las bestias y los ríos; amor incontaminado y exhibicionista, no escamoteado aún por el escrúpulo, la superstición seudocientífica y la intolerancia, amor sobreviviente.
No es menos cierto que se trata de un mundo ideal, hermoseado, cuyo responsable es el diseño primoroso de las figuras, que se realza gracias a ese suave engarce de las aristas angulosas, las aguadas y las líneas curvas que se prolongan y serpentean en rizos, a modo de laberintos que aportan un dinamismo sereno, al interior de una composición cimentada mayormente en el contrapeso casi simétrico de los planos. Este barroquismo contenido contribuye a que el contraste inherente a una paleta donde se integran el negro, el blanco y tonalidades del gris, resulte menos áspero, logrando remedar hasta cierto punto el caleidoscopio de la naturaleza, al tiempo que nos sirve una parábola: el diálogo entre los opuestos.
Desafortunadamente ese mundo de absoluta concordia está aún por llegar, mientras nuestra irrevocable mortalidad nos va cobrando en sueños cada día de moratoria que nos ofrece la vida. Pero acaso sea accesible, aunque fugazmente, por medio de la imaginación de un hedonista con sensibilidad clásica como Guerra, un artista que ha existido empujando los límites para arrancarle a la vida toda la savia que le pueda ofrecer; que ha vivido, en fin, con la misma jubilosa desmesura con la que dibuja.
Nutrisco et extinguo (“me alimento y lo extingo”), rezaba el emblema de Francisco I de Francia: una salamandra envuelta en llamas. Bien pudiera ser este mismo el sello con el que se rubriquen estos dibujos, que se me antoja acompañado por los versos que inspiró en Robert Browning: «Signo de la salamandra, creatura que de las llamas se alimenta; para sí benignas llamas, o, si malignas, solo para los curiosos entrometidos»
















