Continuación: Quinta Parte
8. El “negocito” del abuelo.
Mi abuelo, por ejemplo, lo perdió todo. Trabajó como un lunático desde sus catorce años, como panadero, repostero, pinche de cocina, ayudante de albañil y dependiente de una tienda. Así ayudaba a traer comida a la mesa, al tiempo que por las noches aprendía el oficio de técnico electrónico que tanto le fascinaba. Con paciencia y perseverancia, ahorrando de su magro salario, logró acumular lo suficiente para preparar su propio espacio y, poco a poco, ir adquiriendo herramientas –“de última tecnología, todas compradas por catálogo e importadas desde Estados Unidos”, como le gustaba recalcar. Un día, rebosante de orgullo, finalmente pudo inaugurar su modesto taller de reparación de radios y tocadiscos. No era ni tenía la expectativa de convertirse en millonario, pero se sentía feliz, veía su esfuerzo de tantos años premiado, se sabía dueño de su propio destino. Sin embargo su alegría, tanto como su independencia, durarían muy poco.
En 1965, otro día también inolvidable para mi abuelo, su taller fue súbitamente “intervenido” y sus herramientas requisadas por el gobierno “en nombre del pueblo”. Se le dijo que no podría seguir trabajando por cuenta propia, que eso era “individualismo”, una “tara burguesa”. Pronto descubriría que también lo eran tantas otras cosas, como su fe católica, que consideraba parte de su vida, su cultura y su visión del mundo. Se le ofreció más tarde un puesto como empleado en el nuevo “taller consolidado” creado en su ciudad natal, de propiedad y administración estatal, gestionado por un burócrata incompetente y desconocedor absoluto del oficio. Para su mayor humillación, encontró que allí se usarían las mismas herramientas que una vez le pertenecieron. Fue como si de pronto le hubieran extirpado la mitad de su existencia, como si nunca hubiera trabajado, penado, ahorrado y esperado pacientemente durante años para tener su propio taller; fue como empezar otra vez desde cero, pero ya sin propósito. Un cero que se multiplicaba por sí mismo.
Mi abuelo no protestó, al menos no públicamente, nunca antes se había inmiscuido en política y no lo haría entonces. Para cuando finalmente vio lo inútil de la neutralidad, hacer lo que vio hacer a tantos de sus contemporáneos cuando eran jóvenes, como reunirse, debatir, pactar, publicar, organizarse, salir a la calle y protestar, era ya impensable; le hubiera costado mucho más que un taller, y mucho más tiempo de vida. Tampoco podía emigrar. Las fronteras estaban cerradas a cal y canto, los recursos para poder hacerlo le habían sido arrebatados, ni siquiera podría solicitar un pasaporte sin levantar sospechas de “deserción”, con todo lo que ello implicaba, y de todos modos, cuando llegó el momento de considerarlo seriamente, ya se le habían ido la juventud y las ganas, y su familia crecía fuera de su control. No había escuchado a tiempo el disparo de arrancada. No le quedó otra salida que la “silenciosa resignación”, que rezuma y regurgita día a día el odio contenido, lo mastica amargando la comida frugal, y lo traga de nuevo intoxicando sus días. Abuelo se refugió aún más en la fe, su propia fe, perdida ya toda esperanza de recuperar lo que una vez fue suyo y le impulsaba a creer en el futuro.
Este relato de mi abuelo se replica en la vida de miles de personas, pequeños emprendedores como él, gente en su mayoría honesta y laboriosa, que vieron cómo se daba al traste con todos sus años de esfuerzo y ahorro, de inversión y crecimiento acumulados, durante la campaña de expropiaciones y nacionalizaciones de 1968 conocida como la “ofensiva revolucionaria”, la estocada final en el asalto sistemático y letal que el gobierno, para entonces más comunista[xii] que revolucionario sin más, daría al nutrido tejido empresarial del país, ya creado y en auge desde la década anterior. Esta fue probablemente la segunda decisión más funesta y contraproducente que tomaría el poder revolucionario a lo largo de su larga vida. Si las primeras nacionalizaciones habían tenido por blanco los intereses norteamericanos y las principales empresas y recursos económicos en manos de la élite empresarial cubana, y se presentaron -en muchos casos con dudosa legitimidad[xiii]– como un acto de justicia y retribución por décadas de expoliación de la riqueza del país y de explotación de la clase trabajadora por parte de los grandes monopolios locales y extranjeros, la segunda ola de nacionalizaciones no pudo enmascarar sus pretextos puramente ideológicos y su servicio a agendas fundamentalmente políticas, no de justicia y retribución.
Mucho más que la primera sacudida, esta réplica del terremoto intervencionista trajo consigo nefastas consecuencias para la capacidad productiva del país, sobre todo para la iniciativa empresarial independiente, base fundamental del emprendimiento y la diversidad económica, del sostén familiar y comunitario, de empleo, innovación, de ofertas en sintonía con las demandas, de creación de espacios de intercambios comerciales, y por extensión sociales y políticos también independientes. En fin, las expropiaciones llegaron a la raíz de la fuente de creación de prosperidad y diálogo, y la desecaron, marchitando poco a poco un árbol que, aún torcido como muchos lo veían y otros lo querían ver, ya daba frutos, y que tomó mucho tiempo regar y hacer crecer, por lo que nos quedamos sin saber hasta dónde hubiera podido expandir su fronda. Ello contribuyó de manera fundamental a un estancamiento del desarrollo a mediano y largo plazo cuyas repercusiones se sienten por todas partes, y no solo en la economía, hasta el día de hoy. Desde entonces la prosperidad pasó de medirse en las calles y las mesas a expresarse en informes y estadísticas, cada vez más discrepantes con lo que se veía en aquellas.
Los primeros miles de emprendedores que sí pudieron emigrar, también habían visto destruidos o confiscados (o nacionalizados o intervenidos, para quienes gustan de los eufemismos y de emular toda la orfebrería semántica de los sofistas) sus hogares, negocios, activos y ahorros, y prácticamente todo su universo material (de lo sublime a lo ridículo, desde terrenos, edificios y fábricas, hasta joyas de familia, dinero atesorado en cuentas de banco o en bolsas bajo el cochón, obras de arte, autos…). Tal y como mi abuelo, la mayoría de ellos no tuvo vínculos directos con la dictadura batistiana ni se le pudieron demostrar bienes mal habidos. Lo mismo le sucedería a decenas de miles de ciudadanos en las décadas siguientes.
A principios de los años 90 del pasado siglo, cuando parecía que ya no quedaba nada de valor que perder, muchos tendrían que canjear por bonos en la “Casa del Oro y la Plata”, a una fracción de su tasación real en el mercado, las joyas de valor puramente sentimental que quedaban en el cofrecito de la abuela, o bien desarmar sus viejas máquinas de coser Singer y extraer las piezas de titanio de su interior para venderlas al estado, y así poder comprar en las “diplotiendas” y subsistir. Cuando la vida se hacía ya insoportable y el tiempo de espera se derrochaba en nuevas promesas, y entonces decidías que era hora de irte del país, también tenías que dejar atrás la casa, los muebles, los electrodomésticos, la bicicleta, los juegos de vajilla y de cubiertos, la ropa de cama… Como aves de rapiña los inspectores estatales entraban y ponían en inventario tu vida privada, tus posesiones, tus memorias, tus desvelos, tu trabajo, y se lo adjudicaban en nombre de la Revolución. De esta forma no solo se distorsionaría en una mueca atroz el ideal de justicia y retribución en el que decía basarse el actuar del gobierno revolucionario, también se violarían los más elementales derechos humanos y civiles de los que emigraban, y se obligaría a muchos cubanos a poner mar por medio, definitivamente, entre sus vidas y su nación.
Se trataba, en el mejor de los casos, de una forma infecunda de “justicia redistributiva”. Justicia, si la hubiere, a medias y ambivalente, por cuanto conllevaba medidas arbitrarias, desproporcionadas o injustificadas contra muchos que no las merecían; redistribución trunca y descarriada, pues si bien tantas empresas, instituciones y propiedades cambiaron de las manos de sus dueños o gestores privados a las del Partido Comunista, el Estado y sus representantes, después no pasarían directamente de estos a la administración autónoma y democrática de los trabajadores, esa panacea de la justicia y la igualdad socialistas, al menos en teoría. Por otro lado, la desaparición e ilegalización de las actividades comerciales y servicios que antes estaban a cargo de miles de modestos emprendedores independientes, y la reconcentración y adaptación de muchas otras a métodos administrativos, productivos y distributivos centralizados, solo trajo consigo ineficiencia, burocratismo, escasez, y con esta, racionamientos y muchos más controles. La creciente obsesión interventora y supervisora demandaría más leyes y regulaciones limitantes, además de un ejército de inspectores y más empleados de buró, lo que degeneraría en corrupción, aberración en los precios, y como colofón, el reinado absoluto del mercado negro.
El Estado, al monopolizar los servicios y productos que antes creaban y suplían a su aire panaderos, dulceros, bodegueros, carniceros, carpinteros, plomeros, albañiles, el dueño de la cafetería, el del bar del barrio, y así sucesivamente todo lo elevado y lo prosaico, desarticuló una tupida y dinámica red de actividad productiva y mercantil que es a la economía lo que la sinapsis a las neuronas. Desaparecieron, desvaneciéndose en el tiempo, entre planes, inventarios, compromisos y asambleas de producción, emulación socialista, marchas y trabajos “voluntarios”, sindicalizaciones simbólicas y fútiles, y eslóganes vacíos, todos esos miles de pequeños oficios que se habían creado y desarrollado a lo largo de décadas de trabajo, superación personal, experimentación e innovación incesantes.
Así se deformó el arte o se perdieron en el tiempo muchos de los secretos profesionales de estos métiers, transmitidos generación tras generación dentro de esos vasos comunicantes que son la tradición familiar o gremial, y aquilatados en la competencia por la excelencia. Los modestos dividendos, que apenas alcanzaban para solventar los gastos domésticos, el poner en alto el prestigio del oficio heredado de los ancestros y alcanzar el reconocimiento del gremio y de la comunidad, constituían a menudo el mayor orgullo y un poderoso incentivo para sostener la meta de hacer siempre, hacer más, y hacerlo mejor. Digo “desaparecieron” porque, aunque se crearon las “escuelas de oficios” y los “institutos politécnicos laborales”, y ciertamente siguieron existiendo los carpinteros, los albañiles, los dulceros, los sastres, las tiendas, las bodegas, los restaurantes y las cafeterías, las fábricas de esto o aquello, como ya se sabe, nunca más fueron lo mismo.
Por otro lado, las “crecientes necesidades materiales y espirituales de la población”, concepto que en el manual de los planificadores centrales sustituyó en bloque a “la demanda del mercado”, la “cultura” y las “tradiciones”, ya no se iban a expresar y satisfacer espontáneamente en las calles, plazas y mercados de las comunidades, de cuya dinámica se había retroalimentado, por siglos, la actividad económica. Esa dinámica había sido la brújula de los granjeros y horticultores que cosechaban esa hortaliza y aquella especia, esenciales en una receta cotidiana, o las más raras, delicadas y anheladas frutas de estación, los maestros reposteros que elaboraban aquel otro antojo del paladar, el mercader que surtía las más recientes novedades de la moda o los electrodomésticos de última generación en las tiendas. En lugar de este mecanismo de relojería que se iba poniendo en hora con la realidad a medida que, efectivamente, se avanzaba en el tiempo, un día se comenzaron a planificar las mencionadas necesidades materiales y del espíritu a largo plazo desde las altas oficinas de los ministerios. Allí las entusiastas mentes utópicas, en un acto de prestidigitación donde se barajaban informes, proyecciones y planes técnico-económicos, predecían al detalle “la forma de las cosas que vendrán”, calculando lo que racionalmente debíamos necesitar y producir en consecuencia, proyectando “grandes saltos adelante”, “planes quinquenales”, “plataformas programáticas”, “tareas de choque” y “lineamientos” que eran como zancadas de desarrollo que les acercaban, al menos en la imaginación, al futuro.
En el ajetreo profético de aquellas alturas programadoras, no quedaba tiempo para considerar los apetitos más caprichosos, el recetario memorioso de la abuela o el innovador del chef aficionado, ni los gustos del dandi del barrio, sino un único, enorme, insípido y agradecido estómago colectivo. Fue así que se fueron desvaneciendo poco a poco, uno a uno, y un día dejaron de verse del todo durante el paso de cuatro décadas, aquellos pregoneros, las multitudes de vendedores ambulantes de todo tipo de frutas, golosinas y quincallas, las fondas y bares, las fiambrerías, los expertos en esta o aquella cosa …. Faltándoles la libertad de la que una vez gozaron, y a medida que disminuyeron los incentivos para el esfuerzo cotidiano, se fueron esfumando en el tiempo, en el tiempo perdido.
[xii] O “de carácter socialista”, para no apelar a los prejuicios y los demonios nominadores, y ya que aún éramos el país del azúcar y por extensión del sugarcoating, tendencia que pasaría a formar parte de la manera en que nombraríamos y definiríamos las realidades a partir de entonces, cuando fuera que la realidad, la propia, formara parte del discurso. Sugarcoating: hacer algo más dulce, atractivo o tolerable al paladar; por extensión, presentar de manera más amable o aceptable una noticia o realidad negativa; o sea, convertir el revés de la vida real en victoria moral a través de la retórica.
[xiii] Las empresas se expropiaban a veces sin contar con suficientes evidencias de fraude fiscal, actividad económica ilícita, contubernio con el poder político de la dictadura o cualquier otro motivante de intervención gubernamental, y sin mediar ningún juicio con todas las garantías legales. Se abusó de la prerrogativa del gobierno para confiscar bienes bajo pretexto de su utilidad pública, y no se ofreció a los afectados compensación suficiente por el valor de sus propiedades y empresas. El intervencionismo económico del estado al principio fue muy mediático, y no pocas veces se anunciaban las expropiaciones por la prensa o en discursos encendidos de nacionalismo y sentido de justicia histórica, soflamando los ánimos de las multitudes, ya convencidas de que el único culpable de todos sus males era el capitalismo de la libre empresa, encarnado en su paradigma, el empresario. Décadas después los mismos argumentos, pero con mucha menos pompa, se usarían para descalificar a los trabajadores por cuenta propia, presentándolos siempre como un mal necesario, y veladamente como una amenaza política, que había que limitar y supervisar celosamente, cuando el imperativo de la crisis que azota a Cuba desde los años 90 impuso su regreso paulatino al paisaje económico del país. La variante espectacular de las expropiaciones y descalificaciones del emprendimiento privado se exportaría y se reeditaría casi en forma circense, durante las expropiaciones a golpe de plumazo y puño sobre la mesa del presidente venezolano Hugo Chávez.