Continuación: Cuarta Parte
III.
MOONWALKING

7. Cuando la ruptura con el ayer, lo es también con el futuro.
En Cuba no solo malgastamos tiempo en la espera, que nos suspende e impide avanzar; también se retrocede y se derrochan los frutos del tiempo ya invertido. Si bien no se puede literalmente “recuperar” el tiempo que se perdió, sí se puede “revertir” lo que ya se había adelantado, que es como perderlo a posteriori. Como si después de una temporada de abundante cosecha se dejara podrir todo el fruto valioso ya seleccionado, al descartarlo junto al malogrado y abandonarlo en un almacén oscuro, para después tirarlo todo al basurero.
Me viene a la mente la imagen del pasillo del “moonwalker” o paseante lunar que hiciera famoso Michael Jackson: nos hace pensar que se dirige hacia adelante, y en efecto sus ojos y todo su cuerpo apuntan en esa dirección, pero con cada paso retrocede y se aleja de la que creíamos su meta, camina en reversa. Lo simpático de encontrar un símil entre el paso del moonwalker y el sistema político y económico cubano en las últimas seis décadas, es que, en ambos casos, por doquier el público ha aplaudido con admiración y entusiasmo la ingeniosa pirueta. Una vez más, lo importante no es si se avanza, sino que puedas hacer creer a los demás que lo haces.
Desperdiciar, degenerar o simplemente destruir lo ya logrado; recular, desandar el camino que ya había sido adelantado; desaprender lo que ya fue duramente aprendido con la paciencia de los años, las décadas, los siglos, solo para un día tener que aprenderlo de nuevo, partiendo de cero, y volver a descubrir el agua tibia; en fin, borrar la línea que recorría la mínima distancia entre dos puntos y en su lugar dar un enorme rodeo para llegar donde se supone que íbamos, solo para comprobar que tan solo regresábamos al mismo punto de partida cerrando un círculo infernal. Todo eso fue la negación en bloque que la Revolución de 1959 hizo del pasado republicano cubano, cuando “se tiró el agua sucia de la bañera junto con el niño” que aún crecía dentro, al que no se le permitió ya desarrollarse y madurar, como de todas formas lo hubiese hecho.
El triunfo de 1959, resultado de la lucha clandestina en las ciudades y pueblos, junto a la emprendida con su apoyo por el Ejército Rebelde en la Sierra Maestra, gracias al pacto de alianza de las organizaciones revolucionarias y otros actores políticos de diverso signo en contra de la dictadura (1952-1958) de Fulgencio Batista, debió suponer el reinicio de nuestro reloj modernizador (el político, no tanto así el económico) justo donde la dictadura lo había interrumpido, seis años antes. Una mayoría dentro de las capas populares y de la intelectualidad cubana quiso ver en aquel triunfo la posibilidad de la vuelta al consenso social expresado e instituido por vías democráticas en la Constitución de 1940 (una constitución de carácter democrático-burgués, como gustan acotar hoy los teóricos de la jurisprudencia revolucionaria), permitiendo, según lo pactado, su total reinstauración.
Se trataba de la última empresa constituyente en la historia de Cuba donde se había debatido y concertado en libertad un futuro verdaderamente “con todos y para el bien de todos”. A pesar de las agrias controversias y la puja por la imposición de agendas de parte de todas las fuerzas políticas convocadas -que por un momento parecieron abandonar el documento en un punto muerto-, la Carta Magna de 1940 fue la última que se suscribió como se debía. El imperativo moral que hizo posible el consenso fue formulado en una de las sesiones de la asamblea constituyente por un coterráneo[vii] que se cansó de esperar y salió a darle alcance al sol. Su célebre llamado continúa siendo hasta el día de hoy el signo más distintivo de aquella empresa intelectual y cívica: “¡Los Partidos, Fuera! ¡La Patria, Dentro!” A veces, en determinadas circunstancias, una vuelta en el tiempo al punto de partida puede significar un avance. Un día los partidos quedarían fuera de forma definitiva, pero con ellos dejaríamos en el umbral también a la Patria, para que su asiento en el parlamento lo ocupara una ideología.
De haberse cumplido entonces, la restitución del orden constitucional pactado en 1940 hubiera permitido dar continuidad a nuestro lento y accidentado[viii] transitar hacia la total madurez política, abruptamente interrumpido por el golpe de estado. El camino de construcción de la nación cubana en la forma de una república emancipada, moderna, más justa y próspera, había comenzado su itinerario apenas medio siglo antes, tras la devastación absoluta dejada por las guerras de independencia del siglo XIX. A partir de 1902 tuvo que ir desbrozando, para poder avanzar, un paisaje plagado de caudillismo, jingoísmo, pulseo por el poder, guerra civil, corrupción, entreguismo e intervencionismo heredados de la fase final de la colonia, los años del protectorado norteamericano y los primeros tanteos de autogobierno. Usando símiles sacados del lenguaje de las actuales tecnologías, diríamos que la Revolución en la que originalmente tantos jóvenes se anotaron no buscaba suplantar el “sistema operativo” republicano por otro, sino hacer una limpieza de sus anomalías, desinfectarlo de todo malware, y hacer un reboot, para continuar programándolo y mejorándolo sobre la base del software democrático implantado, aquel texto constitucional aprobado en 1940. Al menos, eso debió suceder.
Pero las revoluciones, sobre todo las violentas, no suelen ofrecer continuidad sino ruptura, y están lejos de ser susceptibles a los pronósticos mejor informados. Aunque, como ya se ha visto también, después terminen imponiendo otra continuidad y se vuelvan ya para siempre predecibles, una lección de esas que parece haberse olvidado en cada vuelta de siglo. No obstante, sin lugar a dudas, la Revolución cubana, en la forma que iría tomando en los primeros meses y años posteriores a enero de 1959, pareció al principio como un “disparo de arrancada”, que hizo que nos lanzáramos a mayor velocidad, incluso tomar atajos, adelantándonoscon respecto a la marcha de algunos indicadores sociales en la República (1902-1958), cuando esta ya entraba de lleno a la segunda mitad del siglo XX, a la segunda posguerra y a los prolegómenos de la Guerra Fría[ix].
No fue así en otros frentes en los que, lejos de haber protagonizado un empuje inédito y vanguardista como suele interpretarse, el poder revolucionario apenas hizo lo que hacen los ganadores. Esto es, aprovechó el camino ya trazado y se apropió -literalmente- de la infraestructura ya cimentada, la riqueza ya creada, la economía ya desarrollada y el talento ya entrenado, y en resumen, de los activos creados por la República. Al menos en su primera década, y en términos globales, fue tanto o más lo que re-poseyó y redistribuyó de lo que ya existía, que lo que en efecto creó. Del otro lado quedan otros aspectos en los cuales la gestión del poder revolucionario no hizo sino retrasarnos, o mejor dicho retrotraernos a puntos en el desarrollo económico, político y social de la nación ya para entonces superados o en vías de serlo[x].
Para ilustrarlo con la metáfora usada por Sartre en su célebre reportaje de 1960, la Revolución cubana sacudió y barrió todo en derredor suyo como un huracán sobre el azúcar. Pero las rachas de viento huracanado no solo arrancaron de cuajo y arrojaron al mar la siembra malograda o infestada, sino también buena parte de lo fructífero que había sido plantado por la República. No solo hizo zafra. Paradójicamente, en buena medida también destruyó la zafra. Sobre todo, aquello que, más que la relativa prosperidad acumulada[xi], constituía la quintaesencia del ideal republicano en construcción que la dictadura impuesta tras el golpe militar de Batista amenazó con vulnerar: las libertades civiles y económicas, y la pluralidad política conquistadas a sangre y fuego, laboriosamente mantenidas, y necesitadas de constante escrutinio y protección contra múltiples fuerzas antidemocráticas de derecha e izquierda.
¿Qué hubiera sido de Cuba si las cosas hubieran tomado un camino diferente al que tomaron a partir del 1ero de enero de 1959? ¿Si se hubiera reinstaurado el orden constitucional republicano? ¿O si, aún bajo un nuevo orden, el agravamiento de las disyuntivas ideológicas y geopolíticas en el escenario de la Guerra Fría no hubiera secuestrado las aspiraciones originales de una Revolución plural, poniéndolas a merced de una facción, ni traído el embargo comercial y financiero, el giro de ciento ochenta grados hacia la órbita de Moscú, y la subsiguiente atmósfera de pulseo de los poderes, con el férreo control de la sociedad bajo el pretexto de las amenazas externas? Tristemente, esa y tantas otras preguntas solo permiten respuestas especulativas.
La historia no usa bolas de cristal, solo puede seguir la huella de los pasos que se dieron y determinar hacia dónde nos llevaron. Pero, aunque es inútil llorar por la leche derramada, al menos cabe preguntarse por todo lo que se desperdició. Hay muchos estudios que abordan en profundidad el tema de exactamente cuándo y por qué fue que tropezamos y rompimos el cántaro de nuestras ilusiones democráticas, pero lo que aquí interesa es comprender adónde fue a parar tanto tiempo y esfuerzo perdidos, y cómo fue que lo dejamos ir.
[vii] José Manuel Cortina (1980-1970), político, abogado y periodista cubano nacido en Pinar del Río, presidente del comité que redactó la Constitución de 1940
[viii] Al menos considerando la velocidad a la que se sucedían los cambios sociales, económicos y geopolíticos en esa primera mitad del siglo XX. Es justo recordar, no obstante, que la República cubana, con menos de cuatro décadas de vida, instaurada después de más de cuatro siglos de pasado colonial, era sumamente joven e inexperta, comparada con sus pares y modelos latinoamericanos y norteamericanos.
[ix] Ejemplos objetivos de ello serían, entre tantos otros, algunos aspectos de la reforma agraria, la campaña masiva de alfabetización, la fundación del ICAIC, de las Escuelas Nacionales de Arte y de muchas otras instituciones culturales (emulando y superando al propio Batista, que también parecía obsesionado con la producción simbólica y había intentado poner bajo el paraguas de legitimación de su gobierno a todas las iniciativas culturales que recibían financiamiento público, creando a su vez nuevas instituciones hechas a su medida)
[x] En algunos casos, incluso trajo de vuelta algunas taras de la etapa colonial (1492-1898). Si admitiéramos el nefasto apellido de neocolonial con el que la historiografía postrevolucionaria oficial cubana ha querido desacreditar a la República en pleno, a causa de su frecuente condescendencia con las agendas económicas y políticas del imperio norteamericano, tendríamos que admitir, midiendo con la misma vara, las muchas concesiones neocoloniales que afectaron a la propia Revolución cubana a partir de 1959, suscribiendo las agendas del imperialismo soviético o chino.
[xi] Para los detractores de la República, a la que hay mucho que reprocharle, esto les puede parecer de varias maneras relativo y refutable, incluso abiertamente mendaz. Invito a deponer por un momento el sesgo ideológico abstracto con el que se suele abordar el tema, y acercándonos más a la inferencia bayesiana, circunscribirnos al mismo patrón de análisis que siempre reclaman para sí los defensores de los excesos de todas las revoluciones, a la hora de argüir sobre la necesidad e inevitabilidad históricas. A saber, una interpretación más objetiva de los hechos y las estadísticas en un contexto específico, el de un tiempo, un lugar y un momento del desarrollo histórico de un proceso, el de la República, dentro de un marco también específico de complejidad cultural, geopolítica, y económica regional y global que lo rebasa e influye de manera determinante. Vista así, en comparación con su propio tiempo, contexto geográfico, imperativos políticos, estadio del desarrollo económico e historia reciente, con todo a la joven República aquella no parece haberle ido tan mal como nos han contado.