Continuación: Sexta Parte

9. El futuro emigra
Muchos de aquellos empresarios de sí como mi abuelo, y hombres de negocio de todo tipo, los “burgueses vencidos”que emigraron en los primeros años de la Revolución,tendrían que comenzar una vez más de cero, y literalmente reinventarse en otro país, dentro de otra cultura, hablando otro idioma. Los que se quedaron en la isla también se vieron obligados a tener que empezar de cero en muchos aspectos, solo que sin poder reinventarse en libertad. Junto a los sicarios de la dictadura, los mafiosos, los corruptos y los explotadores que hubiere, tristemente se fue también buena parte de la energía vital que movía el motor de la nación, que propulsaba la inventiva y el emprendimiento. Eran todos ingredientes de un guiso cultural y social donde cuajaban el know-how, la amplitud de miras, el hambre de un futuro forjado por uno mismo, la devoción por la libertad para pensar, decir y hacer, la democracia que también está en la libertad económica.
Aquellos emigrantes dejaron tras de sí lo que ayudaron a construir a lo largo de décadas, un país ya prácticamente hecho que sólo había que expandir y mejorar. Todavía se le reconoce por ahí, en nuestras ciudades y villas, que, aunque ya muy maltratadas por el tiempo, la negligencia, la desidia y la parálisis, son poco más o menos las mismas que nos dejaron. Se fueron y en apenas tres décadas se inventaron un país nuevo, uno que supusieron temporal, réplica del suyo hecho a fuerza de nostalgia y esperanza, en medio de un pantanal. Un mini-país que se llamaba Miami, en un fragmento de continente llamado Florida. Como su nombre lo indica, el lugar florecía, prosperaba a saltos, sobre la base de trabajar duro y sin descanso, como si se tuviera la convicción de que sí era posible recuperar el tiempo perdido.
Esa nación en miniatura se agigantaba dando cabida, década tras década, a más oleadas de los más diversos descastados. En ellas ya no solo continuaba yéndose a raudales la vieja generación, “infectada” de gustos y recuerdos “burgueses”. También se le sumaría lo “malogrado” de la nueva sociedad socialista, los “flojos”, los “impuros”, los “desviados”, los “gusanos”, los “vendidos”, los “contrarrevolucionarios”, como quisimos o nos hicieron creer. Se pensó en ello como una depuración oportuna y deseada. “No los queremos, no los necesitamos”, dijo Fidel Castro en uno de sus dilatados discursos del 1ro de mayo, siempre plenos de autoconfianza, a menos de un mes de comenzado el masivo éxodo del año 1980 por el puerto de Mariel. La constante recalada en la diáspora de una buena parte de la generación salida de la forja de las “escuelas al campo” a lo largo de las siguientes cuatro décadas continuó la sangría de talento y juventud que inyectaba energías renovadas a la Cuba de afuera, envejeciendo poco a poco a la de adentro.
El desapoderamiento, la usurpación, la expoliación, la expatriación forzada o de cualquier otro modo la minusvalía provocada a la clase media criolla en los inicios de la Revolución sería una victoria pírrica, al menos para los cubanos que quedaron en la isla contagiados de fiebre utópica y de cierto “sentido del momento histórico”. La apuesta por el poder político incontestable y la imposición de una perspectiva ideológica rigurosamente dogmática del porvenir, impuesta hasta el día de hoy con obcecación a prueba de realidades, nos costó mucho tiempo y nos alejó aún más de ese porvenir. La falta de libertades, entre ellas las económicas, siguen drenando hoy el tiempo que nos queda, el tiempo todo de la nación y el de sus hijos todos, muchos de los cuales seguirán intentando el imposible de dejar atrás lo vivido para comenzar de cero en otras latitudes, y echar a correr para darle alcance al sol.
10. Las palabras dichas se las lleva el viento; las no dichas, se las lleva el tiempo.
Con el incumplimiento de la promesa de restauración de la Carta Magna de 1940 tras el triunfo revolucionario de 1959, no solo se perdió medio siglo de camino acompasado e irregular, pero cada vez más coherente, hacia la democracia. El mismo camino que había guiado el aprendizaje moral y cívico de dos generaciones, y que ya había alcanzado cotas épicas en la coalición de las organizaciones de diverso signo que se articularon en el empeño de derrocar la dictadura. Asimismo, se desnaturalizó la práctica de la alianza y consenso civil fundadas en el coloquio constante y transparente, que solo se da en una democracia sana, entre diferentes posiciones políticas e ideológicas que libremente convienen en trabajar y llegar a acuerdos vinculantes en agendas de interés común. Estas nociones del diálogo y el compromiso desde lo diverso quedarían disueltas, y finalmente desaparecerían tras un nuevo paradigma de búsqueda del consenso social que priorizaba integración, conformidad y lealtad como los supremos valores cívicos -junto al rechazo y castigo a la autonomía y la oposición como pecados de deslealtad, y aún peor, de traición-, un paradigma tan absoluto como absoluto fue el poder que lo indujo.
La Ley fundamental de la República de febrero de 1959 llevó a la disolución del Congreso de la República, pasando sus atribuciones a un consejo de ministros, y por su lado el Consejo del 26 de Julio sustituyó a todos los que ocupaban puestos de gobernantes y alcaldes en el país por oficiales del Ejército Rebelde. Si, como se arguyó, todos aquellos que fueron suplantados habían llegado a sus cargos a través de elecciones fraudulentas e ilegítimas, los segundos ni siquiera pasaron por un proceso de elección democrática, amañada o no, bajo un gobierno también designado legítimamente por sufragio masivo y libre. Fueron investidos a punta de dedo, sin más, un gesto que se convirtió en tradición y que perdura hasta el día de hoy. Lo mismo pasaría a todo lo largo y ancho de la isla en empresas y negocios de toda índole, primero los nacionalizados y requisados por la Justicia Revolucionaria, después los expropiados por el gobierno ya inmerso en la “construcción del socialismo”, demoliendo en el proceso, tal y como indica el manual, la propiedad y la gestión económica privadas. No hubo una efectiva restitución del poder al pueblo, sino una toma de poder en nombre del pueblo.
Hoy nos parece un lapso breve y lejano, pero Cuba estuvo gobernada a base de decretos y ordenanzas, sin una Constitución funcional, parlamento, elecciones ni referéndums, hasta 1976, un periodo de vacío constitucional y parlamentario de dieciséis años. Para ese entonces la diversidad del “con todos”, devenida integración en el Uno, había traído consigo la Unidad, y esta a su vez a la Unanimidad. Llegaríamos a acostumbrarnos a ese espectáculo marcial de manos levantadas siempre al unísono, al estilo de una tabla gimnástica, como si viéramos todo un bosque levantarse de golpe, para después también de golpe ser talado y formar una llanura perfecta, o como un tsunami repentino al que inexplicablemente siguiera, apenas segundos más tarde, la calma chicha, solo interrumpida de nuevo por una salva de aplausos. Las revoluciones aceleran el curso normal de los acontecimientos a tal punto que nos parece que el futuro soñado nos queda a unos cuantos cuños y pies de firma. Pero tras la estela de los destrozos, las inundaciones, los salvados y los damnificados, y el drástico cambio de paisaje provocado por el huracán político revolucionario, una vez alcanzado el objetivo de consolidar el poder se estancan las aguas del cambio y se empantana el tiempo, y en el miasma de la inmovilidad y la espera se hunde el futuro.
Con la anulación del derecho a la libre asociación y reunión desapareció el extenso y heterogéneo tejido asociativo que debía apuntalar y coronar definitivamente a la democracia moderna como forma de gobierno en Cuba. Se fueron perdiendo los cientos de asociaciones, clubes, mutualidades, cofradías, sindicatos y sociedades gremiales económicas, científicas, académicas, culturales, religiosas o raciales independientes, de alcance local y nacional, que con su acción y en su interacción enriquecían y dinamizaban la vida política, económica y cultural de un país cada vez más más plural. En estos eslabones de la sociedad civil estaban representados y se defendían en el foro político nacional los intereses, demandas y visiones de disímiles actores políticos y sectores de la población, y servían a la vez de apoyo, contrapeso, escrutinio y corrección constante de la agenda pública. En su lugar se instauraron las “organizaciones de masas”, que, como la masa misma, se amalgamaban con pocos ingredientes, adoptando similar apariencia y consistencia, debido a un único aglutinante de base, la “defensa de la Revolución”, y siguiendo la receta única que imponía el Partido Comunista de Cuba.
La vocinglería del pluripartidismo, como nos enseñaron a verla en las interpretaciones postrevolucionarias de la República, esto es, el precio que paga por la conquista de la tolerancia toda democracia, joven y vieja, fue sustituida por el canto gregoriano del evangelio revolucionario; el pregón del vendedor ambulante y la disertación crítica del académico hijo de la autonomía universitaria, fueron poco a poco suplantados por la llamada del almuédano, la lealtad de la militancia ideológica y la premisa del “bien mayor” por el cual algunos males se vuelven tolerables, esa que provocaba la tortícolis del “intelectual orgánico”. Tras la llamada al sacramento del deber, la contrición y la fe, llegaba el silencio al que esta conmina, esa “calma de cementerio”.
Todo el tiempo de diálogo y de libertades que no tuvimos a lo largo de las últimas seis décadas dejó el vacío donde hoy desembocan la división, la desconfianza, el guirigay ideológico, la mar de saliva retórica que ni siquiera salpica a la realidad, y un tejemaneje de intereses económicos y antipatías políticas, corrupción, rencores y vendettas, de conjunto mucho más desconcertantes e infecundos que la bulla más ensordecedora que pudieron haber provocado en su momento todo el pluripartidismo, la mafia, los golpes de estado, la dictadura, los histéricos discursos admonitorios de Chibás, el disparo con el que intentó el suicidio, y todas las bombas, petardos, secuestros, linchamientos, sabotajes y asaltos armados del Movimiento 26 de Julio. La posibilidad de poder acallarlos, o al menos ecualizarlos, dejándolos como documentación sonora de un pasado que algún día deberá ser escuchado sin sobresaltos emocionales desde alguna barricada, y para encontrar el camino del diálogo, la reconciliación y la armonía, que es el único posible para un futuro, parece ubicarse inexorablemente en algún momento posterior a la extinción de ciertas especies, los más encarnizados contrincantes en este coloquio de sordos que hemos heredado. El porvenir de Cuba depende de la sucesión de un buen puñado de epitafios, mausoleos y funerales de estado, de un lado y otro del cisma. Quizás el fin de unos pueda reiniciar para otros el cronómetro del progreso donde este se detuvo, haciendo que el tiempo pasara por nosotros, pero nosotros no por el tiempo.
Al desandar la historia reciente de la isla no nos encontraremos huellas de nada parecido a la larga travesía episódica, llena de superaciones, que hizo Odiseo desde Troya hasta su anhelada Ítaca. Por lo demás ya es demasiado tarde, no se puede seguir tejiendo y destejiendo el tiempo, y no es posible ya la vuelta triunfal a los orígenes y al “amor que todo lo espera”. Tampoco nada que nos evoque el itinerario de Teseo a través del laberinto del Minotauro, también guiado por el amor, para dar fin a la tradición y al sacrificio infecundo, aniquilar los demonios del miedo y encontrar la salida hacia la luz. No ha sido el nuestro un viaje de superación, sino el del burro atado a la prensa del trapiche, tan cerca y a la vez tan lejos del néctar, penando para extraer una dulzura que nunca podrá saborear, pues solo puede caminar en círculos, encadenado al extremo del poste que le obligan a jalar. Nuestro viaje, a pesar de tomar ya seis décadas y varias generaciones, en realidad ha sido contradictoriamente breve y absurdo, porque es también el de Sísifo, una y otra vez cuesta arriba en el mismo tramo de colina, en el despropósito de empujar inútilmente, hacia una cima inaccesible, su enorme piedra.