Apuntes de un concierto crítico para el filme La teta asustada
(Texto de archivo)

1. De lo sublime: donde se dice que solo apuntamos más alto, cuando sentimos el suelo.
La fábula de La teta asustada (2008), segundo largometraje de la realizadora peruana Claudia Llosa, busca participar, y a un mismo tiempo distanciarse, de las pautas narrativas, de estética visual y filiación ideopolítica del llamado Tercer Cine. Participa al revelar la sintomatología de secuelas psicológicas y socioculturales que aún perduran en las poblaciones autóctonas del Perú, primero como saldo de siglos de coloniaje, y más recientemente, por largos años de guerras civiles, terrorismo y paramilitarismo que desangraron a la región. Todo lo anterior trae aparejado el despliegue de elementos pertenecientes a cosmogonías y patrones de comportamiento cultural que compendian una “imagen posible” -entre tantas- de estas capas aún desfavorecidas por el ordenamiento social vigente. Se distancia, sin embargo, por cuanto impugna el inmanentismo etnológico y político de la escuela del Tercer Cine, al menos en sus variantes más ortodoxas o radicales, cuando elude formar parte de la denuncia a voz en cuello y de la construcción, no pocas veces dogmática, cuasididáctica, de una alegoría nacional coagulante –tributaria de esa otra ontología filopolítica y filogenética del “ser latinoamericano”-, que pueda tomarse por “imagen definitiva” a los propósitos de servir de plataforma de autorreconocimiento, cohesión y guía para la emancipación social.
La teta… se afirma en una tradición de indagaciones antropológicas, de políticas de identidad racial, de género[1] y de clase con no pocos ilustres antecedentes. Pero a contrapelo de esa misma tradición, elige formular una mirada más recóndita y abstraída, a la par que emotiva, salpicada de un delicado lirismo que se sumerge en la anécdota del destino individual y erige así el espacio íntimo -físico y memorístico- desde donde se alude y cuestiona el espacio de lo social.
Por todo ello, sin resultar necesariamente imparcial o ambiguo, el punto de vista de Llosa es más flexible y sus enunciados menos sentenciosos que lo acostumbrado en el cine latinoamericano de temática social. No busca ni insinúa certezas, sino que es más bien propositivo y abierto, sobre todo en aquellos aspectos de alcance filosófico y ético que por su propia naturaleza generan polémica –aunque, ya lo sabemos, si en la vida puede resultar errático juzgar sin antes “mirar”, en el cine propositivo es poco menos que improbable mirar, sin antes haber juzgado. Claudia Llosa articula un lenguaje fotográfico y de montaje aparentemente frugal, sin excesivas peripecias, pero elocuente y autosuficiente en su sencillez, y sólidamente facturado en virtud de su mensaje, al tiempo que se auxilia de símbolos y otras sutilezas captadas por la cámara y pautadas en la banda sonora, esparcidas por la puesta en escena, la construcción psicológica de los personajes y la armazón toda del relato.
2. De lo ridículo: donde se expone una cierta caligrafía del dolor
Algunas de las tácticas que saltan a la vista en La teta… se relacionan con la manera en que la fotografía (a cargo de Natasha Braier) y la dirección de arte (de la mano de Patricia Bueno y Susana Torres) acentúan la constitución psicológica y el escenario existencial de Fausta (Magalis Solier), la protagonista del filme. Se trata de una descendiente de quechuas, habitante de uno de esos barrios pobres que pululan en la ladera de los cerros andinos, a la orilla de las urbes peruanas. Ella se nos presenta como una de las muchas que heredaron el trauma de la época de las guerras civiles: su padre fue asesinado y su madre violada y ultrajada por soldados o terroristas, mientras la llevaba aún en su vientre. De este modo, Fausta contrajo el síndrome de “la teta asustada”, y su espíritu enfermó también de agorafobia, un pánico visceral al contacto físico con los hombres y una mística de culpa y predestinación, agravada por el fallecimiento de su madre -punto en el que comienza nuestra historia- y la imposibilidad de restituirle la dignidad después de la muerte, mediante una sepultura decorosa.

de Claudia Llosa
El estado de asfixiante aprensión y retraimiento de Fausta es traducido a través del marco de la cámara, la duración de los planos (creando una temporalidad espesante) y la baja gradación cromática de las imágenes. El saldo queda en las atmósferas sombrías que comparte con el cadáver insepulto, allí donde el espacio y el tiempo parecen detenidos y acorralados. Su figura se nos muestra frecuentemente en el cerco de las estancias (su cuarto, la sala de una clínica, la casa donde trabaja como doméstica, un ómnibus, una jaula de palomas), constantemente desplazada y confinada hacia los bordes del encuadre, llegándole apenas un atisbo de la realidad exterior a través de ventanas que se abren a un horizonte contiguo, infestado de casuchas y atenazado por los cerros.
En los pocos momentos en que su espacio se dilata, la cámara dibuja travellings donde Fausta se mueve a través de pasadizos laberínticos, pegada a los muros, o bien termina asomándose a medias, como un espectro, al borde de las paredes y en los quicios de las puertas. Pocas veces comparte un plano con otro personaje; más bien ocupa sus zonas de exclusión, siendo invadida a un mismo tiempo por la realidad que la rodea y por la ausencia, el vacío que la muerte de la madre dejó y que ahora se trastoca en soledad y silencio.
de Claudia Llosa
Por contraste, en los grandes planos donde vemos las ciudadelas de casas raquíticas aferrarse al lomo yermo de los cerros y nos parece sentir el aire saturado de polvo estéril, Fausta asoma como un punto minúsculo que asciende o desciende escaleras interminables, llega o se va de los lugares, sin que podamos nunca atisbar desde o hacia dónde. La topografía de este entorno es expuesta con la misma inapetencia con que se deslocaliza e invisibiliza. En todo caso, nunca veremos esos cartelones, vistas a vuelo de pájaro o flashazos de iconos culturales que en las películas de Hollywood nos anuncian que llegamos a Las Vegas, Los Ángeles o Nueva York.
En idéntica función de transmitir el aislamiento del personaje, la cámara subjetiva nos hace ver, en al menos dos terceras partes de todo el metraje, su falta de implicación en los sucesos, los cuales observa desde la distancia. A su vez, la sensación de imagen incompleta que nos deja la cámara se refuerza por la manera en que esta fragmenta las figuras. Los cuerpos se nos muestran siempre truncos -apenas el atisbo de un brazo, un pie, un torso- y por lo general sólo se completan cuando se disuelven, recortan o indefinen mimetizándose sobre el telón de fondo gris del paisaje o anulando su individualidad en los grupos humanos. Si para comprender los orígenes traumáticos en la biografía del personaje, nos basta la exposición que a modo de prólogo se hace en los primeros minutos del metraje, es a través de estas maniobras del lenguaje visual, así como gracias al pulsar monótono de las cuerdas y a los silencios en el plano sonoro, que adquieren corporeidad y se nos hacen tangibles el temor, el desamparo y la soledad inmensa de Fausta, que la aproximan metafóricamente a la orfandad de la muerte.
3. De lo oculto: donde se evidencia que ninguna historia es simple
Bajo el relato exotérico de tono intimista que refiere las tribulaciones físicas y psíquicas de Fausta, Claudia Llosa se revela subrepticiamente en tanto autora que inscribe su película como un ensayo de cine antropológico. Hemos advertido cómo esta marca autorial se halla altamente cifrada detrás de la frugalidad aparente de la mirada, ya que en sus trayectorias la cámara, los gestos de los actores y los parlamentos lo van semiotizando todo, incluyendo los nombres (Fausta, Perpetua, Aída, Noé, Lúcido). A través del tejido simbólico que rodea al personaje protagónico, compuesto de objetos, imágenes, canciones y representaciones, no solo se erigen alegorías de las luchas en su interior, sino también de las eternas disyuntivas que le trascienden, le apremian y expresan como ser social y cultural. Me propondré ahora ubicar algunos de estos leitmotivs para el comentario, aclarando que, al tratarse de entidades simbólicas[2] y estar contaminados e investidos de diversos significados según se relacionan entre sí, su potencial no podría agotarse en unas pocas páginas.
La esfera existencial de Fausta se vuelve inteligible a través de ambientes, objetos y gestos simbólicos contrapuestos que la emplazan: la paloma (que aparece tal cual, y también en forma de origami, vitral, etc), la momia de la madre y los vestidos de novia; los cerros baldíos y las flores del jardín de la casa señorial; la fosa abierta por el tío para el cadáver de la madre, que luego se convierte en alberca y colorido escenario para el solaz de los niños; las perlas y las canciones. Ellos establecen un contrapunto entre pasado y presente, vida y muerte, confinamiento y expansión, represión y liberación, la meta y el camino.

de Claudia Llosa
Otras marcas recurren en el filme a modo de claves de mayor envergadura alegórica. La papa que obstruye la vagina de Fausta es un recurso de protección y disuasión, procedimiento extremo que aprendió de las mujeres indígenas hostigadas sexualmente durante la guerra civil. Ella intenta blindarse, salvaguardar una virginidad cuyo sentido aparece trastocado. Más allá de la anécdota, este tubérculo que “prospera” y la enferma, corrompiéndose en su interior, es otro modo de violación: la que perpetra el miedo.
Por un camino diferente, aunque entreverado con la existencia particular de Fausta, aparece el tema de las relaciones de poder, la combinación y confrontación entre estereotipos culturales: la cultura ancestral indígena, iletrada, pobre y supersticiosa, y del otro lado la moderna blanca, pequeñoburguesa, intelectual y de escepticismo pragmático. Esto se verifica, por ejemplo, en la relación entre Fausta y Aída (Susi Sánchez), la dueña de la casa donde la primera llega a trabajar como empleada doméstica. Aída es una compositora en el declive de su carrera, que no logra encontrar incentivos para concebir su próximo concierto y termina por disponer del don musical de Fausta, usurpando después su identidad como autora de las melodías que presenta al público.
Claudia Llosa comenta la ignorancia con que se eclipsan los atributos y aportes de las culturas o las clases consideradas inferiores, y cómo estos son suplantados, inconsciente o deliberadamente, por la idea que prima en el imaginario de la cultura dominante de estar investida de un potencial creador superior, y de ser por ello la legítima depositaria de los más elevados valores y origen de los conocimientos. A este respecto interesa recordar la secuencia en que, al entrar a trabajar en el palacete de Aída, Fausta es inspeccionada -los dientes, la orejas, las uñas- y luego instruida en la observancia de “las buenas costumbres”, como un animal salvaje al que hubiese que domesticar.
Los contrastes entre los poderes, los mundos y las filosofías que estas dos mujeres representan, están nítidamente marcados en la dramaturgia del filme. La música para Aída necesita ser dominada, formar parte de un orden en los confines del papel pautado, para luego ser reproducida y consumida; es “arte” y fuente de trabajo y reconocimiento. De acreditar constantemente ante la sociedad sus utilidades como buena compositora y ejecutante, depende el sostenimiento de su estatus quo. En cambio, la prosodia de una cultura oral como la de Fausta no cabe en un esquema, no es “compuesta” sino intuida. Su experiencia es una epifanía y por lo tanto es subjetiva e irrepetible; su única ganancia es la de combatir el silencio arrebatándole su omnipresencia, exorcizar el miedo y evocar el pasado.
En la secuencia inicial del filme, la madre moribunda responde a las súplicas de su hija: “comeré si me cantas, y riegas esta memoria que se seca”. En imágenes posteriores, dentro de la casa señorial, escuchamos en la voz de Fausta la melodía que llamará la atención de Aída: la fatídica historia de una sirena que termina perdiendo su voz, en un trueque con astutos marineros. El verdadero “contrato de la sirena” se cierra cuando la muchacha ve, en la propuesta de la patrona, una salida a la situación del entierro de su madre, y decide mercadear su talento. Durante un brevísimo instante, la cámara revela las dos superficies donde el fundamento de esta música terminará por registrarse y manifestarse simbólicamente, a los efectos de la parábola del filme: el rostro extático de la muchacha y el pentagrama vacío, donde inútilmente buscaba Aída la inspiración. El viejo piano que la compositora desecha como chivo expiatorio de su frigidez creativa, y las reminiscencias del horror de la guerra (artefactos que semejan armas de fuego, la foto de un antepasado militar), son también motivos que patentizan un mundo desarticulado, extraño y amenazante para Fausta.
de Claudia Llosa
Estas antinomias, pero también algunas inquietantes afinidades que relativizan la moraleja, se hacen aún más ostensibles en cuanto a elementos de identidad de Fausta y Aída contenidos en la mirada hacia sus respectivos espacios, así como en el guión, donde las vidas de ambas se vuelven en cierto punto parangonables. Vemos en detalle la casa de la compositora: amplia, ricamente amueblada y decorada, poblada de objetos con un rancio gusto neoclásico, ominosamente solitaria y penumbrosa. En cambio, la modesta estancia de Fausta y Perpetua dispone de ventanas por donde la luz se abre paso, pero esta no impide que allí se manifieste el mismo sinsabor del aislamiento.
Como se ha señalado, tampoco la realizadora elude las lecturas ambivalentes de cualquier índole. La muchacha-sirena es manipulada por la patrona, pero sustrayéndonos a las consideraciones éticas sobre la legitimidad o benignidad inherente a los motivos de Fausta, a su “sacrificio” y su rebelión, en última instancia ella también utiliza a Aída, acepta el contrato y exige su dividendo.
4. De vuelta a lo sublime. ¿O a lo ridículo?
Ahondando en el mismo tipo de contrastes que hemos señalado, nos encontramos de vuelta en el ámbito de las relaciones más amplias donde gravitan las vidas de las protagonistas. La secuencia de la visita de Fausta y su tío a la clínica, es un buen ejemplo de partida. La falta de correspondencia entre el pensamiento prelógico de Don Lúcido (Marino Ballón) y el pragmático-científico del médico, marca otra inflexión en el discurso acerca del fenómeno de la incomunicación. Este se suscita por la colisión de modos incompatibles de entender la realidad, por parte de dos culturas confrontadas en el papel de interlocutoras.
El filme consigue resaltar otras marcas de identidad de los personajes como modelos culturales: alrededor de las antagonistas se constituye un mundo de imágenes piadosas del santoral cristiano, y ambas veneran a sus muertos. Aída atesora un altar de fotografías que la retrotraen a tiempos idealmente gloriosos y felices. Fausta cuida con celo la integridad y dignidad del cuerpo de su madre como morada del alma, pero no conserva ni una foto de su pasado. No en balde desde la secuencia del embalsamamiento, se refiere este hecho precisamente como un obstáculo para probar su existencia, en franca alusión al privilegio que otorgamos a la imagen como continente de verdad y legitimidad, y a la marginalización de estos sectores sociales del imaginario de nuestras culturas, en espera de ser fielmente representados.
de Claudia Llosa
Es por vehículo de la puesta en escena que se problematiza de manera más eficiente el fenómeno mismo de la auto-representación y se expande la visión antropológica-cultural de la directora. Como comentaba anteriormente, esta resulta definitivamente compleja en comparación con los sentidos manifiestos del cine “de urgencia”, de denuncia expedita o reivindicación histórica al que nos hemos aclimatado, el cual no pocas veces tiende al cliché y la beatificación del “buen salvaje”, por oposición al hombre moderno, convaleciente del “malestar de la cultura”.
Fausta, anclada en sus atavismos, no logra encontrar coherencia en su propio mundo, donde las jóvenes indias quieren lucir el cabello como una pop-star,y las palomas son enjauladas y entrenadas para un espectáculo de feria. De nuevo se filtra la idea del simulacro, de la secularización y espectacularización de lo espiritual, que si bien está presente en todo esquema ritual, venga de donde venga, alcanza un alto grado de normativización y banalización en la manera en que los descendientes de los quechuas asimilan lenguajes y patrones del mercado de consumo de las imágenes[3]. Los vemos combinar sus nombres ancestrales con otros “civilizados”, tomar la foto de rigor sobre el fondo de paisajes idílicos, imagen falseada de una falsa felicidad donde no importa el estatus de lo real, qué es lo que está sucediendo, sino lo que queda registrado para la memoria. Somos lo que queremos haber sido.
de Claudia Llosa
En el negocio de organización de bodas[4], así como en las escenas de humor negro en los bazares donde se ofertan ataúdes temáticos (y donde se explotan los clichés de toda índole: heroico-patrióticos, sexuales, folclóricos, de aspiración de clase…) Llosa recrea sin demasiadas digresiones la realidad de un Perú calado hasta el centro por estas distopías y contradicciones propias de la sociedad postmoderna globalizada. Aquí le interesa menos depurar, ponderar o denostar este estado de las cosas, que ofrecer un atisbo irónico y problematizador sobre la actualidad de esas comunidades. Si lo logra en buena medida, pudiera también atribuírsele al empleo de actores no profesionales, oriundos de los mismos contextos que recrea la película, a la exploración de referentes auténticos, basados en el anecdotario de la propia autora, y a la filmación en locaciones reales, que la cámara expone con minuciosidad casi documental.
5. De la evolución, y de la eficacia de un final elevado
Teniendo en cuenta de que se trata de una realización con fondos españoles o suizos, se ha cuestionado hasta qué punto las prerrogativas de la producción pudieron hacer que este filme tribute a cierta visión europeizante de la realidad latinoamericana, mezcla de poema bucólico y archivo de indias aderezado con autoflagelación postcolonial, ideal para un público ávido de reforzar sentimientos tan bien avenidos como la compasión y la superioridad. No creo que La teta asustada sea un ejemplar más en el catálogo de ese subgénero regional al que un amigo realizador suele referirse con sarcasmo como la pornomiseria.
A contracorriente, pero sin demasiados aspavientos subversivos, Claudia Llosa propone una concientización a la vez que una superación de los traumas de la guerra. Sin negar por ello la urgencia de justicia o reivindicación de los agraviados, se centra en la necesidad y posibilidad de continuar adelante y levantar, de las ruinas del ayer, un futuro más edificante, y he aquí una alegoría moral dentro de otra nacional. En ese sentido el filme no deja pendiente de solución el pasado de Fausta o del Perú -lo cual marcaría quizás un posicionamiento político más militante a favor de los preceptos del Tercer Cine- y toma un giro que nos puede parecer ambivalente y por ello éticamente cuestionable, pero que del mismo modo es legítimo. Lo es, en tanto una obra de arte no emerge del contrato exclusivo de fidelidad con una ideología o postura política o artística que se suponga diáfana ante la “realidad”, sino que es también -y ante todo- expresión de una entelequia absolutamente personal, con dosis inconstantes de compromiso, afectos e imaginación.
El delicado primer plano final en que Fausta huele la flor de la papa retoñada –la misma papa que antes obstruía su placer-, se me antoja un símbolo reconciliador: la progresión del personaje que logra una ruptura con el dolor -el dolor mismo visto como simiente de vida nueva-, los prejuicios, supersticiones y otras taras del pasado, y se abre a un nuevo horizonte (al ver que ante la cámara su gestualidad pierde rigidez, imaginamos que se trata de una apertura tanto mental como física). Esta idea llegaba a su apogeo unos minutos antes, con la secuencia que culmina en el viaje hacia la residencia definitiva del cuerpo de la madre en la tierra, y la expansión espiritual que supone el espectáculo del mar: la muerte y la vida se tocan en el mismo punto.

de Claudia Llosa
¿Lugar común? ¿Grandilocuente rayando en lo melodramático? Tal vez, pero logra aún conmovernos sin perder su poder de sugestión. Más bien, sin necesidad de aplicar mucho esfuerzo en dejarnos seducir, el estímulo se prolonga en estos minutos finales, gracias precisamente a la sobriedad del remate sonoro y a la gran apertura de los planos donde Fausta empequeñece primero sobre las olas de las dunas y luego ante la inmensidad oceánica.
Así se nos concede todavía espacio para un flashazo reflexivo sobre lo visto y vivido hasta ese momento, y una plenitud sensorial que ya nos pertenece como espectadores, sin intermediarios, al margen de lo que el personaje siente en ese instante. Esta experiencia hubiese sido edulcorada y estropeada por el habitual encuadre en contrapicado del rostro y la correspondiente musiquita in crescendo hasta el orgásmico finale. Claudia Llosa nos hace pensar sin dejar de sentir, y viceversa, logrando un difícil equilibrio de sofisticación estética y verismo, que se convierte en una de sus mejores cartas de triunfo.
Por David Horta Pimentel
(Este texto de archivo ha sido revisado y modificado para su publicación en «Entre dos luces». Originalmente fue publicado en el portal de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano en 2009, y el número 24 de la revista EnFoco de la EOCTV de San Antonio de los Baños ese año. Surgió inicialmente como uno de los trabajos de clase del curso de altos estudios de crítica cinematográfica de la EICTV, noviembre-diciembre, 2009)
[1] El tratamiento de las políticas de identidad de género dentro del cine de Claudia Llosa es un punto de interés (ya sea, para este caso, la representación de la mujer en contextos de violencia, en la sociedad peruana o, más allá, en “nuestro tercer mundo”, así como su cotejo con la estética y las temáticas actuales de otras realizadoras en la región como, por sólo citar ejemplos, Lucía Puenzo y Lucrecia Martell), pero por su complejidad y especificidad excede el espacio de este texto y amerita un análisis independiente. No obstante, aprovecho para señalar a propósito las curiosas coincidencias de dos películas que se mostraron en la 31 edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano en La Habana: La teta asustada y El niño pez, este último el trabajo más reciente de Lucía Puenzo. Amén de sus evidentes diferencias temáticas y formales, hay rasgos puntuales que, aunque insuficientes aún para evidenciar una tendencia, podrían al menos apuntar a preocupaciones y estrategias comunes en el tratamiento del problema de la mujer en sus respectivos países. En ambos filmes uno de los personajes principales es descendiente de ancestros indígenas (una quechua y una guaraní, respectivamente), que expresan sus más profundos temores y alegrías a través del canto en su lengua originaria, han sido marcados por la violación y otros actos de violencia, se desenvuelven en ambientes de pobreza, enfrentan conflictos morales, de identidad y de confrontación clasista, y el sentido de sus vidas se conecta con una superstición (el mito de “la teta asustada” y el del “niño pez”).
[2] Lo cual siempre implica, por una parte, la ascendencia de siglos de negociación de significados, y por otra una resignificación absolutamente personal
[3] Véase cómo puede “filtrarse”, al parecer inadvertidamente, otra más sutil alusión al tema. En una de las secuencias donde se manifiesta la ingenuidad de Fausta, esta queda enganchada al televisor, totalmente sedada con dibujos animados para niños.
[4] Es curioso que este motivo aflore justamente cuando, desde hace algunos años, el mundo glamoroso y feérico de las bodas y los wedding-planners, se ha puesto de moda en los melodramas hollywodenses –recuérdense, entre otros, a la “latinísima” JLo en Wedding Planner, y al complaciente sacerdote interpretado por Robin Williams en License to Wed.