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2. Tratando de darle alcance al Sol o En busca del tiempo (cubano) perdido

Continuación: Segunda Parte

Imagen: obra de Iván Capote

3. El tiempo de vida y vivir en el tiempo

“Corre conejo, corre
Cava ese hoyo, olvídate
del sol
Y cuando por fin el trabajo haya terminado
No te sientes, es hora de cavar uno más

Pues vives mucho y vuelas alto
Pero solo si te dejas llevar por la marea
Y balanceándote sobre la más grande de las olas,
Corres hacia una tumba prematura”


Pink Floyd
Breathe

La palabra vida es un sustantivo que puede designar un concepto abstracto, un hecho ya consumado, o algo que existe independientemente de nuestra voluntad y nuestra realidad. Podemos, por ejemplo, hablar del surgimiento de la vida orgánica, o de vida extraterrestre, de la vida útil de una herramienta, de la vida y obra de un autor del siglo XVIII, o de la vida después de la muerte. Vivir o estar vivo, por otro lado, son expresiones verbales, expresan acción, movimiento, suponen un ejercicio de la voluntad de estar en el mundo, actuar y transformarlo. El vivir y el estar vivos están sincronizados con el tic-tac. Contrario a las abstracciones lógicas del tiempo metafísico y a la matemática del tiempo físico, esa conciencia de estar -o no- vivos cada día, a cada instante, parte de una percepción de naturaleza subjetiva, cualitativa; no interesa cuánto se ha vivido, ni cuánto se vivirá en términos numéricos, cuál es la brevísima cuota que nos toca de la eternidad, sino la calidad, la plenitud y el sentido de nuestro vivir a cada instante, durante ese lapso que llamamos vida.  

Reafirmamos que “hemos vivido” cuando el tiempo y el vivir han marchado al paso, cuando el saldo de vivencias y propósitos alcanzados que va dejando tras de sí el desglose del día a día resulta mayormente favorable, sobre todo en el plano espiritual, o si se prefiere, psicológico. Esa es la virtud de nuestro tiempo vivo que lo distingue del tiempo muerto. Podríamos definir a este último como la suma de esos otros momentos absolutamente anodinos en que no actuamos y no nos pertenecemos, porque estamos de algún modo detenidos, retrasados en la tarea de vivir de manera positiva y fecunda, pendientes de todo aquello que nos lo pospone. Pongamos por caso de tiempo muerto entre cubanos esa cola cotidiana, larga y bostezante, para comprar algo básico siempre escaso; el derroche de las horas en paradas o estaciones de ómnibus para poder trasladarse de un lugar a otro; un trámite absolutamente insustancial que pasa por la trituradora de tiempo de una burocracia perezosa y parásita que se replica a sí misma, lo infiltra, distorsiona y corrompe todo, como un virus informático o una colonia de ratas; una ristra de permisos que ha de obtenerse de múltiples intermediarios impuestos, que no hacen nada excepto estar en el medio, y dar el visto bueno para hacer lo que es inexorable hacer; una ley que no se aprueba y se precisa para destrabarlo todo; decenas de leyes que siguen trabándolo todo…

Si lo positivo, que es lo fecundo y lo memorable, consiste en todo aquello que nos hace sentir dichosos y útiles, cuando estamos activos y vamos a la par del sol, avanzando diligentemente hacia nuestra meta personal, me pregunto entonces, ¿cuánto tiempo realmente vivido cabe en nuestra memoria? ¿Cuál ha sido el balance entre el tiempo activo y productivo y los momentos pasivos e infecundos en nuestras vidas? ¿Cuál ha sido, en fin, el balance entre vivir y esperar? ¿Adónde fue nuestro tiempo perdido? Cuando pensamos en el futuro, ¿lo hacemos hoy con fe, con esperanza, o con escepticismo y resignación? ¿El cubano tendrá también que “resistir aferrado a una silenciosa desesperación”? ¿Se acabó nuestro tiempo? ¿Se acabó el sueño? ¿Nos queda acaso algo más por decir? ¿Cuánto tiempo, en realidad, vive un cubano?

La longevidad de un pueblo se puede medir por adelantado y reflejarse en un índice que se denomina esperanza de vida al nacer. No se trata de una unidad de tiempo biológico definida, sino más bien de una esperanza matemática. Vida hipotética, una mera aspiración basada en probabilidades estadísticas que se calculan a partir de una ecuación en la cual se relacionan muy distintas variables. Por ejemplo, la edad máxima promedio de una demografía cualquiera, esto es, la cantidad promedio de años que los más viejos se han mantenido respirando hasta el momento del cálculo. A partir de ello se determina, no sin una buena dosis de optimismo, si la nueva población de recién nacidos tiene posibilidades de igualar o superar dicho promedio a lo largo de toda una generación, dadas ciertas condicionantes básicas que deben mantenerse relativamente estables o incluso mejorar en un futuro hasta cierto punto predecible. Estas condicionantes podrían ser tales como la nutrición y atención médica adecuadas, la ausencia previsible de cataclismos ecológicos de escala apocalíptica o de una atmósfera social y política de violencia e inseguridad sistémicas, como podrían serlo una situación de guerra o un estado fallido, entre otros factores.

Resulta que según estas cuentas, en The World Factbook[iii] Cuba ocupa un privilegiado lugar número 59 en una lista de 191 naciones, con una esperanza de vida al nacer de 79.2 años, superando incluso a la de los Estados Unidos -la vara por la que obsesivamente nos medimos los cubanos-, y emulando a las naciones europeas más desarrolladas. Ello quiere decir que los bebés cubanos que nacen mientras escribo esto, vienen al mundo con la esperanza de estar aún vivos y coleando (quiero decir funcionales, no haciendo colas) como ancianos más o menos saludables que se aprestan a celebrar la última Navidad del siglo XXI y la primera fiesta de Año Nuevo del siglo XXII.   

Vivir, sin embargo, tiene que ser otra cosa más allá de estar sano, incluso de estar biológicamente, clínicamente “vivo”. Un cuerpo totalmente funcional, que se mantiene gracias a la comida frugal, el milagro de la ciencia, la atención médica garantizada, y la improbabilidad de sucumbir destrozado por una bomba o atravesado por una bala, sin embargo puede estar habitado por un espíritu perennemente enfermo, infectado por el hastío, el estrés, la frustración, el miedo, la impotencia y la incertidumbre; puede ser un espíritu paralizado en una especie de rigor mortis psicológico, con la necesidad constante de estar buscando nuevas formas de resignación y evasión, y de acumular pretextos para mantener al cuerpo respirando un día más[iv]. Transcendiendo el mero instinto de conservación de los seres orgánicos, estamos anclados a la supervivencia también a través de nuestra subjetividad. Cuando esta se nos hace insoportable, solo nos quedan las falsas ilusiones, la simulación, el mimetismo, la conformidad (distinta de la aceptación del estoicismo y el budismo, privilegio de filósofos) o el suicidio; en fin, formas neuróticas, y hasta diría que necróticas, de asumir la vida que nos queda por delante.

Por otra parte, hay otro indicador que, de considerarse en todas sus implicaciones, podría ayudar a entender por qué la población de la isla envejece a niveles tan altos, al menos en términos demográficos absolutos y no solo limitándose al promedio de un sector etario. Ese indicador, que, por su trascendencia a la hora de comprender cómo experimentamos el tiempo, volverá a mencionarse más adelante, es la emigración. Hablo del éxodo constante de miles de cubanos, la inmensa mayoría personas jóvenes que se encuentran en el apogeo de su energía vital, con mayoría de edad intelectual y plena capacidad creativa y de trabajo. Jóvenes para los cuales la expectativa de una vida tan dilatada ha dejado de ser un incentivo para quedarse a envejecer en Cuba, porque esta viene opacada por otras expectativas menos felices.

Por ejemplo, la de renunciar a un porvenir propio, forjado a imagen y semejanza de sus aspiraciones más auténticas, teniendo que asumir en su lugar un futuro prefigurado en el testamento político de sus mayores bajo la cláusula de una consigna, que es al mismo tiempo advertencia y mandato, “somos continuidad”. Esta pende como espada de Damocles sobre todos sus actos, y le imposibilita jugar a cabalidad el rol que le corresponde a cada nueva generación, el de asumir las riendas de su propio destino. Pero sobre todo la expectativa de pasarse la vida trabajando y sacrificándose para terminar sus días sin autonomía, bajo la tutela de sus hijos, cuando no en el humillante desamparo de la insolvencia y la dependencia de la caridad pública, tal y como han visto que le sucedió a su padres y abuelos. No pocas veces uno de los mayores incentivos de los jóvenes cubanos para emigrar, además de llevarse “a tiempo” a sus hijos, es poder ayudar también a los que quedan, o a los que ya no le ven sentido a irse, para que puedan envejecer con dignidad. En cualquier caso, quizás no se trata únicamente de que los cubanos pueden vivir más tiempo, y por ende tenemos más viejos, sino de que simultáneamente nos estemos quedando sin gente que quiera envejecer aquí. Cuba ya no es país para jóvenes 

Arriesgando adentrarme demasiado en el terreno de la metafísica y en el barruntar sobre el sentido último de la existencia, creo que debería cotejarse el índice de la esperanza de vida al nacer con otro, acaso más difícil de valorar, pero no por ello menos concreto, e incluso, por qué no, cuantificable: el índice de la esperanza de vivir.


[iii] The World Factbook es una publicación de la biblioteca de la Agencia Central de Inteligencia de los Estados Unidos, que ofrece un informe estadístico sobre población mundial, actualizado periódicamente en su sitio web oficial y que es accesible a todos los públicos. Consultar el informe para Cuba en htpps://www.cia.gov/library/publications/the-world-factbook/geos/cu.html

[iv] Un indicador pendiente para la investigación es la estadística de los suicidios cometidos por todos los grupos etarios en Cuba durante las últimas décadas; incluso, los últimos años y meses. Aunque no se publican esos números ni ha habido una indagación consecuente sobre el tema en la prensa oficial cubana, intuyo que esas estadísticas revelarían una contradicción, y demostrarían que la “esperanza de vida al nacer” dista de constituir por sí sola un indicador de triunfo. Hay muchos otros ángulos desde los cuales analizar esa paradoja entre la larga esperanza de vida al nacer en mi país y la decisión de tantos de dejar de vivir en él o de simplemente dejar de vivir.


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